Reinaldo Laddaga: "Leyendo a mi padre me convertí en crítico" (2024)

Redacción Clarín

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La historia de este libro es fascinante, y se narra de un modo vertiginoso y punzante a lo largo de sus casi doscientas páginas. El padre de Reinaldo Laddaga era un arquitecto errático de la Rosario de los años 60 cuando una mañana se levanta y decide convertirse en el más grande de los escritores. Construye entonces una habitación insular en la terraza de la casa familiar y se recluye para erigir su otra obra: un libro por año, que él mismo manda a imprimir y se encarga de distribuir. El hijo, testigo involuntario y fatal de esta utopía delirante, mezcla de voluntarismo y tozudez, tiene que escuchar todas las mañanas la lectura de viva voz de lo que fue compuesto en los altos de la casa durante la noche. Con los años, Ladagga dejó la casa familiar, se convirtió en escritor y se fue a vivir a Nueva York. Pero los libros del padre estaban ahí, esperando una lectura que les confiriera una clausura simbólica. Un prólogo a los libros de mi padre es la culminación íntima de ese periplo.

-¿Cómo surgió este libro y cómo fue el proceso de escritura?
-De todos mis libros, este ha sido el de formación más lenta. En el curso de los años (desde hace más de veinte, desde que murió) he vuelto periódicamente a los ejemplares que conservo de los libros de mi padre, para tratar de decidir qué pienso, verdaderamente, de ellos, y qué pienso de las decisiones que tomó respecto de la organización de su vida, que a partir de cierto momento estuvo destinada a producirlos. Creo, tal vez equivocadamente, que comprender algo me resulta imposible a menos que lo asocie a un proyecto de escritura; por eso me parecía vital observar la obra concluida de mi padre desde la perspectiva de otro libro posible, aún por escribir. ¿Pero qué clase de cosa sería este libro? En el fondo, creía que no lo haría nunca. Cuando por fin lo hice, fue muy rápido: algunas semanas de escritura al vuelo, tolerante de su propia imperfección y más bien dolorosa. La precipitación del proceso no se explica sino porque me sucedió tener un hijo.

-El libró salió en una colección de ensayos, pero una buena parte se deja leer bajo la lógica de la narrativa. ¿Cómo piensa esas fronteras al interior del libro?
-En efecto, ha sido mi experiencia de los últimos años que mis libros no son particularmente fáciles de categorizar en los términos más corrientes. Fue en la lectura cotidiana de las novelas de mi padre que desarrollé una destreza de crítico; fue porque él había decidido escribir novelas que yo decidí, al principio, no escribirlas. Puede decirse que hice lo posible, particularmente cuando era muy joven, por evadirme del campo de gravitación del arte, pero era siempre recapturado. Soy un escritor reluctante; me viene periódicamente la idea de que para mí sería mejor no escribir. Durante algun tiempo mantuve las cosas separadas: a la hora de escribir, me proponía encarnar un cierto personaje, el crítico, el narrador. De a poco me he ido despojando de esta necesidad, para explorar una escritura sin personaje, o de personaje de contornos muy vagos: disminuye mi ansiedad por ser identificado de tal o cual manera y resultan libros que son, en términos de género, muy inestables.

-Dice que cuando su padre leía sus textos, le producían “repugnancia y espanto”. Ahora esa relación ya no es de rechazo. ¿Qué cambió en el medio?
-El cambio se produjo en el curso de la escritura del libro (se sigue produciendo). Mi relación con los trabajos de mi padre, como notás, fue difícil. Rechazaba la existencia de estos trabajos por varias razones: al nivel de la moralidad que continuamente declaran y al nivel del juego de imágenes que proponen. Los rechazaba con la vehemencia con que ciertas agrupaciones militantes rechazan a las agrupaciones que tienen, ideológicamente hablando, más cerca. Cuando murió resolví dar la historia por cerrada y construí una versión de mi relación con él, versión destinada, entre otras cosas, a establecer un territorio mental en el cual yo pudiera escribir (y no morirme por hacerlo). Esta versión permaneció congelada, en animación suspendida, durante décadas; el principio de la escritura de Un prólogo... produjo un descongelamiento más bien vertiginoso. Para serte sincero, el libro comenzó como un ejercicio: ¿qué variación del género de la confesión, muy practicado hoy en día, soy capaz de producir? Mi disposición era distante; después fui capturado por corrientes que desconocía y fui forzado a revisar, de alguna manera, todo. El libro, me parece, es el relato abierto o cifrado de este proceso.

-En los textos que escribió su padre está toda su vida. ¿Está usted? ¿Se reconoce en algunos rasgos de esa escritura?
-Sí, claro, reconozco nuestra vida en común en cada línea. Mi idea de la literatura, para bien o para mal, viene de los confusos parajes que él exploraba, provisto de mapas (Kafka, Hawthorne, Alphonse Daudet, Camus) que me pasó muy pronto, en mi primera adolescencia. Mi universo imaginario está hecho, en gran medida, de los materiales con los cuales componía sus novelas (aunque asociados con cosas del pensamiento y el arte que él, de conocerlas, hubiera aborrecido). Una confesión: mi padre dejó el manuscrito de una novela donde el personaje central soy yo. Una primera versión de mi proyecto consistía en la reescritura de este libro.

-¿Qué aprendió viviendo en Estados Unidos?
-He aprendido y no he aprendido. Los Estados Unidos me parece una creación extraordinaria: si el país estuviera a punto de desaparecer, debería declararse, protectivamente, “patrimonio de la humanidad”. Pero no sé hasta qué punto lo entiendo, o si hay algo definido que entender. Mi única experiencia sostenida se reduce a Nueva York, que es un caso excepcional, un fragmento urbano errático en el borde de una masa continental que siempre me ha producido un poco de susto. Cuando viajo a la Argentina, me parece que todavía fuera posible para mí algo que asocio con el país: experimentar la sensación de que todo sucediera en un ámbito unificado, pero que tiene doble fondo; la impresión de que hubiera un espacio público, y que este espacio alojara un secreto. Aquí me parece que en lugar de eso hubiera... bueno, nada. En el lugar del espacio público, un vacío; esto es obviamente problemático, pero también fascinante: permite, incita a una gran intensidad en la exploración de la propia individualidad, un poco como una pista de hielo permite una gran velocidad de patinaje.

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